viernes, 3 de mayo de 2024

Lectura, música y móviles

Existe. Pero no se estila. Solo algunos pedantes recurren a ella. En verdad, son pedantes por declararla. No por practicarla. Es buen motivo para detestar a todos ellos. Como cualquier otro motivo: todos excelentes. En lo más profundo de mi ser, los entiendo. Perfectamente. Y cada vez más. No necesito igual profundidad para comprender a quienes piensan que sobra. Hablo de la lectura de libros.  

Me pasa lo mismo que con quienes dicen no saber  vivir sin música. Porque estamos, desde hace más de setenta años, recubiertos de broza. Y poco más de una década sepultados en inmundicia. Pero volvamos a los primeros, a los llanos, a los simples, a quienes no consiguen pasar la primera página de cualquier libro. No todos son ignaros, o analfabetos, o simplemente incultos. Tengo un respeto profundo por la carencia orgánica de conocimientos. En otro tiempo, el tiempo de mis abuelos, de algunos de mis tíos, solo se accedía a las cuatro reglas y las letras Del abecedario. Y, sin embargo, cuánta esplendidez, qué grande la querencia de aquellos labriegos por la cultura. Las enciclopedias escolares de entonces sumaban más luces y nociones que todo el acervo de los escolares de hoy, puestos todos juntos, aunando todas las edades y etapas. Todo está en internet, se justifican algunos. Todo. Bien cierto. También la ignorancia. Y cuánto cunde.

Hay quienes, sin leer una sola hoja, ni tan siquiera las plagiadas de las obras propias encargadas a otros, han conseguido grandes logros (caso del irrelevante zumbado a quien una caterva roja, prolija, variopinta, e idénticamente esquizoide, exalta). Logros cenicientos, grisáceos, olvidados del memento moris, teñidos de negritud lacerante, de la que están terciadas las guerras, y despotismo sin lustre, jenízaros a un mismo tiempo de la más vulgar decadencia, aquella en la que nos hallamos. La sociedad de ahora es así. Carece de lecturas, que dicen los pedantes del principio de esta columna. Carece de inquietudes intelectuales, porque solo le interesan las biológicas y las estéticas. Carece de seso en la mollera. Carece de perspectiva. Carece de historia. Carece incluso de futuro. Por ese motivo la sociedad de hogaño aclama a los idiotas: porque la sociedad misma es idiota, porque prevalece, a la hora de adjetivar conjuntos, la cualidad mayoritaria. Pensamos que la televisión delimitaba el ocaso. No era cierto. Fue este bienestar pésimamente urdido lo que hundió el porvenir de las naciones futuras.

Lo que sí existe. Y se estila. Y en lo que casi todos concurren, es en el móvil. No solo por depredar la atención, la concentración, el recogimiento, la abstracción, la meditación, la reflexión, el aislamiento. Despoja al individuo de su propia esencia. Lo convierte en un viviente cuya levedad alcanza el límite de las aplicaciones llamadas sociales cuyas notificaciones se anhela. ¿Cómo detenerse a leer nada, a escuchar a Mozart, a reflexionar sobre el propio sentido de la vida? Un ojo puede hallarse detenido en la tercera línea del segundo párrafo de la página centésimo vigésimo octava del libro entre las manos: el otro ojo otea, de soslayo, la luminiscencia de una pantalla ubicua: el pulgar hacia arriba, el corazón rojizo, una foto, un chiste, la última estupidez de quien vive de anunciar su cuerpo. La cultura invalida las nociones temporales, el móvil las convierte en exiguas y relampagueantes, efímeras por cuanto es imposible agolpar todas sus experiencias en la cabeza. Cómo lo detesto. Cómo lo odio. Mi abominación es superior a la que siento por el idiota monclovita que fantasea estar enamorado en sus cartas ciudadanas (joder, Begoña, divórciate de ese pelele: ¿necesitas mayor excusa?). No soporto compartir mantel con quien no deja de mirar vídeos ni de comentar la última notificación recibida. No soy capaz de sentir un ápice de concordia, tolerancia, ni tan siquiera respeto por quien solo posee en las meninges el infinita vacío de su vaciedad tecnológica. A mi hijo se lo tengo terminantemente prohibido (y me obedece: bien podría no querer hacerlo). A los demás… me prohíbo yo mismo a ellos.


viernes, 26 de abril de 2024

Los sirvientes y el poder

Los presidentes modernos no dimiten. Los presidentes modernos amagan con dimitir, implorando al pueblo que los quiera, como quería la gente a las folclóricas de antaño (eso decían ellas) o las Taylor Swift de hogaño (aunque, bien pensado, dónde va usted a comparar). Los presidentes modernos no tienen reparos en enchufar amiguetes, esposas, amantes, hermanos, sobrinos y sirvientes, porque por algo mandan y dominan el cotarro y hacen y deshacen a su antojo, como si las leyes naciesen de sus meninges para acomodo de sus gónadas. Los presidentes modernos son aclamados por todo ello y aun por mucho más. De la rojería que se compra chalés, a la supuesta fachería que no se entera de nada, todos acaban bajando la cerviz, supongo que por asumir unos y otros la inevitable altivez de estos presidentes modernos, expertos en pagarse títulos universitarios vergonzosos y contratar a negras escribidoras, tan versados ellos en vaciar la caja do yace el exiguo peculio que nos queda a los que ni somos secesionistas ni se nos ocurre siquiera, que son los únicos que se benefician (junto a los modernos presidentes, claro).

Los presidentes modernos disipan cualesquier atisbos de dudanza interna sobre sus acciones y aptitudes, yéndose afuera (allende las fronteras) a reconocer estados inexistentes cuyos habitantes solo piensan en destruir al demócrata adversario (que no es poco) desde el norte (Hezbollah) y desde el sur (Hamas), y también desde el este (Irán), porque, faltando el oeste, vislumbran con nitidez mesiánica cuál ha de ser la postura oficial del país que malditamente presiden (España), y que está ubicado justamente en ese oeste faltante. Y, por descontado, cuentan con las barbaridades léxicas de la rojería que aplaude por aferrarse a un silloncito como sea, véanse los ejemplos ministeriales de quien comparó a los israelitas con los nazis (hay que tenerlos de titanio para decir tal cosa), o el más reciente de quien fue humillada por una ayuso y cuya rojez no evidencia bochorno alguno cuando se trata de abrir la boca, o a la cuidadora de jóvenes e infantes que participa, con alegranza, en las proclamaciones organizadas en suelo patrio por grupos terroristas externos. Los presidentes modernos se rodean de esta gentuza porque, al fin y al cabo, han hallado en los pensamientos de estas catervas el lugar con el que hubieren de pasar a la Historia, perdón, a la historieta. 

Los presidentes modernos sienten muchísima honra en saberse espiados por agentes extranjeros, y también en ser chantajeados por moros más listos que ellos, aunque lo nieguen (lo de ser chantajeados, no lo de que sean más listos, que es cosa bien sabida). Y como las cuestiones de Estado son tan secretas para los de dentro, pero no para los listos esos del sur, que se las saben todas, callan no como raposas del campo, sino como políticos de urbe, no sea que el conocimiento nos ilumine al resto el entendimiento que ahora mismo tenemos dispensado en pagar impuestos y apetecer las vacaciones estivales. 

Los presidentes modernos quieren mucho, muchísimo a sus esposas (y amigos, y hermanos, y amantes, y sobrinos, y sirvientes), y por ellas son plenamente capaces de poner su honra y prestigio en juego, y batirse en duelo con quien sea, que a tanto llega su enamoramiento. Los presidentes modernos son colosales amantes, tanto de sus esposas como de las poltronas, aunque pienso, porque soy así de malicioso, que están mucho más enamorados de las poltronas, que es donde al fin y al cabo asientan sus insignificantes (que no insignias) posaderas para satisfacer los caprichos que sus atavismos e incapacidades intelectuales pergeñan por alivio, codicia o ambición (y, ya de paso, también los de sus esposas, y hermanos, y amigotes, y amantes, y sobrinos y sirvientes).

En todo el texto, he llamado sirvientes a la rojería y peneuvismo y golfería catalana que sostienen el poder que poseen los presidentes modernos. Era una ¿metáfora?


viernes, 19 de abril de 2024

Lo vasco y la memoria

Uno se da cuenta de lo mayor que es al advertir que vivió determinados sucesos que aún permanecen en la memoria, como si hubiesen ocurrido ayer mismo, cuando en realidad forman parte de unas páginas de la Historia que las generaciones posteriores o desconocen o encuentran plúmbeas. Al parecer, para eterno desasosiego de nuestros padres e incluso de nosotros mismos, los que aún rememoramos ciertos asuntos vívidamente, la época de los crímenes de ETA es uno de tales sucesos. 

A veces me pregunto por qué ocurre, por qué la sangrienta y estólida laude del terrorismo parece aburrir o fastidiar o incluso embromar a muchos. Y no me estoy refiriendo a los hijos e hijastros de quienes siempre profesaron un separatismo de corte vandálico, por decirlo suavemente, como si cualquier terruño del planeta debiera defenderse con uñas y dientes y bombas y pistolas vaya usted a saber por qué, puesto que se trata de apropiarse para sí mismo de aquello donde uno nació o se crió. Estoy, más bien, pensando en los hijos (e hijastros) de quienes un día sintieron en sus carnes el miedo que produce la incivilidad de los terroristas, sus acólitos y demás patulea. Los primeros, se sienten orgullosos de haber derramado sangre ajena por las calles; los contemplamos como los monstruos que son, un hato de sinvergüenzas, viles y detestables, alevosos hasta la náusea, por quienes es imposible sentir la más mínima comprensión por mucho que se esfuercen en reclamar la derechez de su abyecta ideología. Los segundos, por no sentirse amenazados de muerte, parecen haber abrazado con alegranza la transformación de lo repugnante en política, convirtiéndolo en algo parecido a un sedante o barbitúrico que se toma después de la cena, antes de irse a la cama, para poder conciliar el sueño y evitar soñar con todo aquello que una vez produjo pesadillas. Esta, y no otra, es la metamorfosis que ha experimentado la sociedad vasca desde 1981. 

Dicen que ETA ya no mata, y eso es algo que parece justificar el olvido perpetuo de los muertos (muertos hay por todas partes, el planeta en que vivimos es un colosal cementerio de desconocidos exangües, como estaremos todos algún día). La reconciliación. El pasar página. Lo de mirar al futuro. No es tiempo éste para causas épicas, y lo del terrorismo de ETA tiene muy poco de epopéyico, salvo para algunos, como ese nefando ser que ha encontrado en la Venezuela abandonada por el destino su filón de oro (siempre hay un potosí aguardando a que los inútiles se vuelvan pretenciosos), y que se adjudica para sí mismo, con no poco regodeo, la autoría del final etarra. Los suyos, lo aplauden como cierto: pero me pregunto qué murmurarán en las tumbas quienes allí yacen por causa de esos extorsionadores, mafiosos y narcotraficantes que una vez pretendieron ser ejército de salvación de lo vasco y aniquilador de lo español, y ahora quieren hacer reflejar concienzudas y afanosas políticas sociales y medioambientales en los edictos del heredero plagiador de aquel patán de la progenie gótica. 

Tiempos de nueces caídas. Los que se aprovecharon de ello, tanto fruto quisieron recoger, y tan a manos llenas, que acabaron infiltrando en su código genético las terribles mutaciones que convirtieron el nogal en un monstruo aniquilador y despiadado. Miren, si no, al gordinflas ese que acaudilla a las huestes nacionalistas, las mismas que han quedado para partidas de mus o tute en el asilo de ancianos políticos. Los vascos, ante todo, votan a los nombres de los partidos que figuran en las papeletas sin fijarse en los nombres de los candidatos, que hoy mismo son de imposible recuerdo. ¿Quién es Pradales? ¿Quién Otxandiano? Y si la política separatista lo ha entreverado todo, y ya todos, por el simple hecho de hablar vascuence, quieren ser separatistas, ¿no será mejor acudir a las fuentes, por muy teñidas de rojo sangre que se encuentren, y en el ínterin agregar litros de lejía con objeto de potabilizar sus aguas? Total, el indocto de la esposa conseguidora ha tiempo que empezó con la campaña blanqueadora. Solo queda incorporar el suavizante.

Con la sintaxis moderna de hacer política, la elección de un lendakari se disfraza de debate territorial. Las instituciones fueron creadas y funcionan por sí mismas, haya gobierno o no, y casi mejor que no lo haya. Y en eso que llaman debate, el de los territorios vascos, se discute sobre la importancia de la misión mesiánica de convertir lo autóctono en estado con derecho propio. Pero, créanme, no se trata de los valles angostos, de los ríos escasos, ni siquiera de la pescadería o los juegos de vascos. Se trata únicamente de la lengua. Ya han anunciado que tres docenas de negros quieren aprender euskera.


sábado, 13 de abril de 2024

Laconismo vernal

Han regresado los amaneceres nítidos, vítreos, diáfanos. 

El frescor de la mañana, proveniente de las entrañas de la naturaleza, limpia las asperezas del alma, sus agruras y acedías. 

Desde los altozanos de la campiña, siempre hacia el este, despunta el alba recortando hayedos y robledales contra la luminosidad pálida del horizonte donde, allá en su centro, se adivina el éxtasis encarnado de la heráldica helíaca, semejante al despertar del sueño. 

En las lomas, las infinitas salpicaduras de luz humana brillan descolmadas de su nocturna jactancia, rindiendo respeto al alba. 

Por encima, siempre acogiéndose a la protección del cielo, los luceros, facultados para ser, a un mismo tiempo dijes y atalayeros, despuntan aquí y allá, estableciendo su potestas bajo las arreboladas nubes ligeras, altas, dispersas, embellecedoras de cuanto se percibe en el cielo, que así llamamos a aquello que todo lo cubre. 

Mas no concluye el éxtasis con el amanecer. 

Los días vernales son de una belleza sin parangón. A la dulcísima pigmentación de la aurora se aúna el esplendor y colorido de los campos teñidos de primavera. 

En las feraces praderas despuntan verdísimos los cereales. Los campos de colza en flor, con su amarillento esplendor, tan vivificante, aportan un contraste suntuoso que deja al espectador boquiabierto, atónito por tanta maravilla como puede ser contemplada por los humanos ojos. 

Y cuando finalmente acontece el crepúsculo, queda el alma contrita por estos días hermosos, perfectos, reparando en que, más allá de los míseros aconteceres del hombre, existen no uno sino incontables universos de inextinguible sublimidad y lindura, tanto en lo más próximo e inmediato como en lo más lejano e inabarcable.

viernes, 5 de abril de 2024

Paganinis

Como el cristianismo anda de capa caída y al islam se le cayó hace tiempo la capa, los posmodernos de barriga llena y extravagancias frecuentes han abordado una forma no demasiado creativa ni original de paganismo como nueva profesión de fe, una fe por lo demás asaz extremista, cuando no extravagante. Conviene recordar, e ilustrar con ello, que en la Antigüedad los paganos adoraban a la Tierra aún más de lo que podrían adorar a su prójimo. Los griegos inventaron a finales de la edad de bronce aquello de Gaia, o Gea (mejor aún), rescatada en pleno siglo XX por Lovelock en su planteamiento de que la Tierra es un organismo vivo que se regula a sí mismo (pero que aún no se ha decidido a aniquilarnos: este escolio es mío). Los andinos, varios miles de años más tarde, veneraron a la Pachamama, con tanta devoción que aún lo siguen haciendo en la actualidad, también en occidente, donde importamos cualesquier prácticas que se nos antojen profundas u originales (o simplemente nos parezcan distintas), menos las nuestras propias. Allá donde los incas, la Diosa Tierra se sincretizó con elementos cristianos llevados por los españoles, como es el caso de la Virgen de la Candelaria, advocación mariana trasunta de la diosa Chaxiraxi, que era guanche. 

Esto de la divinización de la Tierra no es nuevo. Pero tampoco porta consigo un opus revelador en forma de Biblia o Corán. Como en tiempos antiguos, este asunto trata más bien de prácticas que sustentan unas ciertas creencias que, algunos, tratan de normalizar con extravagante cientifismo. Es, por tanto, parecido a una religión, pero con bases mucho más etéreas y sin un definidor mesiánico o profético concreto, ni tampoco creador (la Pachamama es protectora solamente). Para los neopaganos, los humanos somos poco más que unos convidados partícipes de la naturaleza (cuando no, unos virus rematadamente nocivos): esta es la piedra donde se cimentan sus creencias (por cierto, Aristóteles dijo lo mismo, pero mucho mejor). Para los demás, lo piensen o no, el ser humano es la cúspide de lo creado y, por tanto, libertino dueño de todo lo que en la naturaleza transcurre. Con el tiempo, de la antropología filosófica se saltó a la ética y de ésta al derecho. Ahora estamos en plena efervescencia de lo natural, y se dota a los animales hasta de derechos, pero esta cuestión tampoco es nueva, porque los pitagóricos y Empédocles ya reconocían a los animales como sujetos de derechos y la cuestión en sí se puede remontar a Anaximandro. Para bien o para mal de los animalitos, porque en la Edad Media, a causa de ello y mediante tortura, se logró la confesión de un cerdo. Lo de los animales como “seres sintientes” proviene del siglo XIX, y en esa época, un tal Spencer defendía que no pueden ser titulares de derechos ni los animales ni los humanos inferiores (y no estoy mencionando al del bigotito).

Para muchos, la tutela del del medio ambiente es, básicamente, un derecho humano, pero con cierta afectación que trasciende hasta las generaciones futuras, que aún no existen, y esta es la senda que conduce a la explosión panteísta (neopagana) con que muchos orientan no sé si sus vidas, pero al menos sí unas cuantas reflexiones y no pocas praxis. La hipótesis Gaia, tributaria de un evolucionismo a lo Darwin, no a lo Spencer, ha llamado mucho la atención de los teístas, y sobre todo de todos quienes piensan que el devenir humano es el principal obstáculo para la salvación de la humanidad y de la propia Tierra, razón por la que el ecologismo se ha convertido en una religión: vivimos oprimidos en una forma de vida que nos exilia de la propia naturaleza y nos impulsa a perder la reverencia ante la sacralidad y la majestad del universo. Lo plantean abiertamente: la consecuencia de esta manera de pensar (y vivir) pasa por considerar a la Tierra un organismo vivo (y una madre: como la Pachamama indígena, la Gaia de los contemporáneos... nadie lo considera un padre, lo que la desdiviniza) y que nosotros, seres humanos, nacidos del humus, no somos sino la propia Tierra que ha llegado a sentir, a pensar, a amar, a venerar e incluso a suicidarse. No vivimos sobre la Tierra: somos la propia Tierra, y entre todos los seres, vivos o inertes, océanos, montañas, biósfera y la antroposfera, se produce organicidad, no simples y meras adiciones por muy complejas que sean (a quienes así piensan les encanta saber que el cerebro se construyó mediante simbiotización de bacterias durante millones de años). Hay ejemplos de cómo esta manera de pensar ha devenido bien común: en 2009, el estado boliviano votó una constitución que decía, expresamente: “Cumpliendo con el mandato de nuestros pueblos, con la fortaleza de nuestra Pachamama y gracias a Dios, refundamos Bolivia.”. Ecuador, en 2008, estableció en la suya que “Celebrando a la naturaleza, la Pacha Mama, de la que somos parte y que es vital para nuestra existencia, construimos una nueva forma de convivencia ciudadana, en diversidad y armonía con la naturaleza, para alcanzar el sumak kawsay” (este nombre recuerda a Dune, una obra de ciencia ficción construida directamente sobre el ecologismo, pero se trata de una expresión quechua que significa buen vivir y su ética rige cómo deben relacionarse las personas entre sí y con la naturaleza). 

En fin. Que, como siempre ha ocurrido, desde el principio de los tiempos, la humanidad necesita creer en algo. Y ahora cree en este paganismo que prospera porque las religiones tradicionales van a la deriva (aunque el islam aún no). Es una alternativa, y pese a que debería aceptar a la humanidad tal y como es, no lo hace: promueve su cambio (y con ello desea, silentemente, su destrucción).


viernes, 29 de marzo de 2024

Las siete palabras

No basta con ver llover, enturbiarse el cielo hasta convertirse en una fastuosa plegaria grisácea y cenicienta, atisbar tras los cristales cómo el agua cae, gélida e inclemente, sobre el asfalto o los campos. Ahora, también, hay que darle nombre a las borrascas: ese es el punto de aburrimiento que hemos alcanzado. Decía la semana pasada no sé qué de las calideces primaverales, sin percatarme de que nada hay tan variable como la atmósfera cuando atravesamos el equinoccio. Por eso, si hoy, Viernes Santo (cuando usted, caro lector, lee estas líneas) la lluvia se ha apiadado de las almas que ora rezan a su Redentor, ora expresan la compunción por sus pecados, la procesión de las Siete Palabras partirá de la Plaza Mayor de Valladolid para asombro de propios (los creyentes, especie en extinción) y extraños (los turistas, virus imparable donde los haya). 

No son palabras, sino oraciones en ambos sentidos: rezos con que los fieles plañen el dolor que atraviesa sus almas al comprobar que aquel a quien confieren su propio perdón y, casi por extensión, la causa de cualquier existencia en este mundo (cuando no en el otro), fue muerto en deplorables condiciones por ellos mismos, dos mil años antes; y frases, locuciones que el inmolado, creyéndose hijo de un padre celestial, imbibición que ya existía en las tierras babilónicas donde sus antepasados fueron hechos esclavos, entregó a la posteridad para mayor sobrecogimiento humano.

Conservan toda su vigencia si con ello nos referimos al contagio que se extiende por doquier sobre cualesquier organismos que busquen ser libres y felices. Pater dimitte illis, non enim sciunt, quid faciunt. La deriva social de hogaño. No importa que el decurso de este mundo nos adentre en enajenaciones paranoicas: cuando es tanta y tan gratuita la fatuidad ajena, lo menos que uno puede hacer es compadecerse de los idiotas. Amen dico tibi hodie mecum eris in Paradiso. Los exaltados y fanáticos, de todas clases. Ellos, como nosotros, acabarán sus días enterrados, cremados, mas siempre olvidados, y ahí terminarán sus obsesiones, sus fijaciones, sus manías perpetuas por revolucionar aquello que ya fue regenerado por mejores revoluciones que la suya. Mulier ecce filius tuus; filio, ecce mater tua. Cuando para ser mujer no basta con tener predispuesto el biológico organismo para la gestación, sino que es suficiente con presentirlo de alguna manera en la propia consciencia (esa tan inconsciente que se extiende de occidente a oriente, pero sobre todo en occidente), vindicar la realidad y la identidad de una mujer, sea o no sea inequívocamente madre, parece un deber cívico y social. Deus meus Deus meus ut quid dereliquisti me. No vivimos abandonados de dios; somos nosotros quienes lo hemos reemplazado por dioses alternativos, a cuya devoción encomendamos cualquier espíritu que creamos acoger dentro. Sitio. ¿Cómo no sentir una sequedad interior horripilante y enloquecedora con tanto como viene sucediendo? Sed de justicia, que se decía antaño, pero también ansia de ver acabada esta conjura de necios que ha descubierto en políticos mendaces y analfabetos el más eficiente medio de alcanzar la incansable y cada vez más extensa mediocridad del pueblo (igual de mendaz, igual de analfabeto, pero sin los resortes que entrega el poder). Consummatum est. ¡Qué tentación tan sugestiva dejarse vencer por el desaliento y entregar las armas antes que defender el derecho, tan humano, tan inherente, de ser libres, de no permitir influencia alguna, de señalar a los dictadores, a los egoístas, a los ambiciosos y a los codiciosos, cuál es el camino recto de la verdadera salvación. Pater in manus tuas commendo spiritum meum. Y sí, finalmente uno advierte que deberíamos implorar la existencia de alguna entidad superior que impida que todo quede en manos del nefasto hombre, un ser tan infausto y ciego que es incapaz de trascender su propia voluntad. Pero no, con la última expresión, llega la muerte: la muerte de la libertad verdadera, la muerte del conocimiento, la muerte de la razón, la muerte de cuanto aleja de nosotros la sombra de la mediocridad y la destrucción. 

La gran enseñanza de la Semana Santa no es la resurrección, aspecto exegético que solo de la fe individual depende, sino la muerte, que alcanza lo mismo a los individuos que a las sociedades, lo mismo a los recuerdos que a las fantasías, donde un mundo mejor tiene igual vacuo sentido que este mundo peor que nos hemos habituado a conllevar.


viernes, 22 de marzo de 2024

De danas, donas y damas

En estas calideces vernales, porque la primavera ya entró, aunque usted, caro lector, no se diese cuenta, asombrado como estaba con las gratas contemplaciones de un campo tan arrebolado como las nubes del cielo, las noticias de las inminentes borrascas pascuales nos mutan el rostro, decolorándolo. De un tiempo a esta parte las vienen en llamar “danas”, supongo que debido a la creencia popular de que los acrónimos técnicos nunca engañan (las palabras del diccionario sí, sin duda alguna), expresión de horrible cacofonía que me retrotrae a una fecha de 1996, cuando viajé por primera vez a California, a San Francisco, para más señas, y en una tienda de la calle le pedí al dependiente mexicano que deseaba comprar un café largo y un dónut, que él llamo “una dona”. Quise replicarle con una gracia: que no necesitaba yo, por entonces, que me sirviesen las damas emplatadas y dispuestas para el mordisco, que con mal propósito se recordaba por algo parecido al infame Fernando VII, y yo me preciaba de atractivo, jovial y animoso, de modo que no necesitaba de celestinas. Como, en un relampagueante plazo de tiempo, mi cabeza decidió que el manito aquel no iba a entender nada de ese barrunto mío, y me pareció lo suficientemente simpático como para no querer disturbar su mañana, dejé pasar la elaboradísima gracia, y procedí a abonar los pocos dólares que el desayuno costaba.

Piensa uno, en su soledad, con no poca impostura, que hay donas y hay damas, especialmente ahora, en este mundo enloquecido donde las pulsiones biológicas, dominadas por los genes, tan egoístas y astutos ellos, ha franqueado el paso a toda suerte de impulsos combinatorios, sancionados en las leyes, y pobre del tontaina que intente zafarse de todo eso en la creencia de que rigen nuestros pasos un puñado de majaderos, sin seso alguno en la cabeza, que se comportan como pollos sin cabeza o como infantes en una clase el día que el profesor no ha venido: enloquecidamente. Uno observa, por ejemplo, el banquillo de los ministriles en el congreso, y descubre en él a un buen número de donas, muy gestuales, diría que bobaliconas en sus empeños por seguir granjeándose la confianza del idiota que allí las puso (y dispuso), pero a ninguna dama, porque -yo, al menos- de ninguna querría el contento de sus labios rojos, de sus uñas rojas, de sus rubicundos cabellos, en caso de que tuviesen estas características, por mí tan preciadas: basta oírlas hablar para que se venga abajo todo el tenderete genético y no quede detrás, como en un erial, en un escampado, sino la más absoluta nada.

Dama hay una: cierta ayuso reconvertida en aragonesa Agustina, por tanto como andan las gentes sulfuradas de indignación con lo que está ocurriendo y no encuentran enfrente sino a un tipo algo mediocre, monocorde y gallego, que no acierta con el paso ni equivocándose. Pero, ay, incluso las damas más conspicuas, audaces, sagaces e inteligentes tienen un mal día, y la ayuso aragonecizada lo tuvo cuando, desde pública tribuna, tuvo a bien defender la honorabilidad del cutre que se ha echado por novio, cutre de cochazo sin iteuve y multa de estacionamiento, porque hay que ser cutre para echar un buen pelotazo y comprarte un cacharro de esos y, encima, no pagar a Hacienda lo que a Hacienda le viene en gana sablearnos, que es mal de muchos. Coño: paga y jódete, como hacemos todos. Luego denuncias a la dona esa de las maneras vulgares (donde no hay…), pero queda como un rey, o un príncipe, que las ayusos no merecen menos. Joder, hay que ser idiota. Pero no quiero emborronar la memoria de la dama, bruna y de supremas cualidades en todo su femíneo ser, de repertorio tan ágil y atinado que las donas (y donos) del banquillo azul no saben ya cómo detenerla, porque los arrolla a todos como un tren de mercancías. 

Pero mientras tanto, por influjo vernal, seguiré soñando con extensos campos primaverales de labios encarnados y montes lujuriantes.