viernes, 3 de mayo de 2024

Lectura, música y móviles

Existe. Pero no se estila. Solo algunos pedantes recurren a ella. En verdad, son pedantes por declararla. No por practicarla. Es buen motivo para detestar a todos ellos. Como cualquier otro motivo: todos excelentes. En lo más profundo de mi ser, los entiendo. Perfectamente. Y cada vez más. No necesito igual profundidad para comprender a quienes piensan que sobra. Hablo de la lectura de libros.  

Me pasa lo mismo que con quienes dicen no saber  vivir sin música. Porque estamos, desde hace más de setenta años, recubiertos de broza. Y poco más de una década sepultados en inmundicia. Pero volvamos a los primeros, a los llanos, a los simples, a quienes no consiguen pasar la primera página de cualquier libro. No todos son ignaros, o analfabetos, o simplemente incultos. Tengo un respeto profundo por la carencia orgánica de conocimientos. En otro tiempo, el tiempo de mis abuelos, de algunos de mis tíos, solo se accedía a las cuatro reglas y las letras Del abecedario. Y, sin embargo, cuánta esplendidez, qué grande la querencia de aquellos labriegos por la cultura. Las enciclopedias escolares de entonces sumaban más luces y nociones que todo el acervo de los escolares de hoy, puestos todos juntos, aunando todas las edades y etapas. Todo está en internet, se justifican algunos. Todo. Bien cierto. También la ignorancia. Y cuánto cunde.

Hay quienes, sin leer una sola hoja, ni tan siquiera las plagiadas de las obras propias encargadas a otros, han conseguido grandes logros (caso del irrelevante zumbado a quien una caterva roja, prolija, variopinta, e idénticamente esquizoide, exalta). Logros cenicientos, grisáceos, olvidados del memento moris, teñidos de negritud lacerante, de la que están terciadas las guerras, y despotismo sin lustre, jenízaros a un mismo tiempo de la más vulgar decadencia, aquella en la que nos hallamos. La sociedad de ahora es así. Carece de lecturas, que dicen los pedantes del principio de esta columna. Carece de inquietudes intelectuales, porque solo le interesan las biológicas y las estéticas. Carece de seso en la mollera. Carece de perspectiva. Carece de historia. Carece incluso de futuro. Por ese motivo la sociedad de hogaño aclama a los idiotas: porque la sociedad misma es idiota, porque prevalece, a la hora de adjetivar conjuntos, la cualidad mayoritaria. Pensamos que la televisión delimitaba el ocaso. No era cierto. Fue este bienestar pésimamente urdido lo que hundió el porvenir de las naciones futuras.

Lo que sí existe. Y se estila. Y en lo que casi todos concurren, es en el móvil. No solo por depredar la atención, la concentración, el recogimiento, la abstracción, la meditación, la reflexión, el aislamiento. Despoja al individuo de su propia esencia. Lo convierte en un viviente cuya levedad alcanza el límite de las aplicaciones llamadas sociales cuyas notificaciones se anhela. ¿Cómo detenerse a leer nada, a escuchar a Mozart, a reflexionar sobre el propio sentido de la vida? Un ojo puede hallarse detenido en la tercera línea del segundo párrafo de la página centésimo vigésimo octava del libro entre las manos: el otro ojo otea, de soslayo, la luminiscencia de una pantalla ubicua: el pulgar hacia arriba, el corazón rojizo, una foto, un chiste, la última estupidez de quien vive de anunciar su cuerpo. La cultura invalida las nociones temporales, el móvil las convierte en exiguas y relampagueantes, efímeras por cuanto es imposible agolpar todas sus experiencias en la cabeza. Cómo lo detesto. Cómo lo odio. Mi abominación es superior a la que siento por el idiota monclovita que fantasea estar enamorado en sus cartas ciudadanas (joder, Begoña, divórciate de ese pelele: ¿necesitas mayor excusa?). No soporto compartir mantel con quien no deja de mirar vídeos ni de comentar la última notificación recibida. No soy capaz de sentir un ápice de concordia, tolerancia, ni tan siquiera respeto por quien solo posee en las meninges el infinita vacío de su vaciedad tecnológica. A mi hijo se lo tengo terminantemente prohibido (y me obedece: bien podría no querer hacerlo). A los demás… me prohíbo yo mismo a ellos.