viernes, 29 de marzo de 2024

Las siete palabras

No basta con ver llover, enturbiarse el cielo hasta convertirse en una fastuosa plegaria grisácea y cenicienta, atisbar tras los cristales cómo el agua cae, gélida e inclemente, sobre el asfalto o los campos. Ahora, también, hay que darle nombre a las borrascas: ese es el punto de aburrimiento que hemos alcanzado. Decía la semana pasada no sé qué de las calideces primaverales, sin percatarme de que nada hay tan variable como la atmósfera cuando atravesamos el equinoccio. Por eso, si hoy, Viernes Santo (cuando usted, caro lector, lee estas líneas) la lluvia se ha apiadado de las almas que ora rezan a su Redentor, ora expresan la compunción por sus pecados, la procesión de las Siete Palabras partirá de la Plaza Mayor de Valladolid para asombro de propios (los creyentes, especie en extinción) y extraños (los turistas, virus imparable donde los haya). 

No son palabras, sino oraciones en ambos sentidos: rezos con que los fieles plañen el dolor que atraviesa sus almas al comprobar que aquel a quien confieren su propio perdón y, casi por extensión, la causa de cualquier existencia en este mundo (cuando no en el otro), fue muerto en deplorables condiciones por ellos mismos, dos mil años antes; y frases, locuciones que el inmolado, creyéndose hijo de un padre celestial, imbibición que ya existía en las tierras babilónicas donde sus antepasados fueron hechos esclavos, entregó a la posteridad para mayor sobrecogimiento humano.

Conservan toda su vigencia si con ello nos referimos al contagio que se extiende por doquier sobre cualesquier organismos que busquen ser libres y felices. Pater dimitte illis, non enim sciunt, quid faciunt. La deriva social de hogaño. No importa que el decurso de este mundo nos adentre en enajenaciones paranoicas: cuando es tanta y tan gratuita la fatuidad ajena, lo menos que uno puede hacer es compadecerse de los idiotas. Amen dico tibi hodie mecum eris in Paradiso. Los exaltados y fanáticos, de todas clases. Ellos, como nosotros, acabarán sus días enterrados, cremados, mas siempre olvidados, y ahí terminarán sus obsesiones, sus fijaciones, sus manías perpetuas por revolucionar aquello que ya fue regenerado por mejores revoluciones que la suya. Mulier ecce filius tuus; filio, ecce mater tua. Cuando para ser mujer no basta con tener predispuesto el biológico organismo para la gestación, sino que es suficiente con presentirlo de alguna manera en la propia consciencia (esa tan inconsciente que se extiende de occidente a oriente, pero sobre todo en occidente), vindicar la realidad y la identidad de una mujer, sea o no sea inequívocamente madre, parece un deber cívico y social. Deus meus Deus meus ut quid dereliquisti me. No vivimos abandonados de dios; somos nosotros quienes lo hemos reemplazado por dioses alternativos, a cuya devoción encomendamos cualquier espíritu que creamos acoger dentro. Sitio. ¿Cómo no sentir una sequedad interior horripilante y enloquecedora con tanto como viene sucediendo? Sed de justicia, que se decía antaño, pero también ansia de ver acabada esta conjura de necios que ha descubierto en políticos mendaces y analfabetos el más eficiente medio de alcanzar la incansable y cada vez más extensa mediocridad del pueblo (igual de mendaz, igual de analfabeto, pero sin los resortes que entrega el poder). Consummatum est. ¡Qué tentación tan sugestiva dejarse vencer por el desaliento y entregar las armas antes que defender el derecho, tan humano, tan inherente, de ser libres, de no permitir influencia alguna, de señalar a los dictadores, a los egoístas, a los ambiciosos y a los codiciosos, cuál es el camino recto de la verdadera salvación. Pater in manus tuas commendo spiritum meum. Y sí, finalmente uno advierte que deberíamos implorar la existencia de alguna entidad superior que impida que todo quede en manos del nefasto hombre, un ser tan infausto y ciego que es incapaz de trascender su propia voluntad. Pero no, con la última expresión, llega la muerte: la muerte de la libertad verdadera, la muerte del conocimiento, la muerte de la razón, la muerte de cuanto aleja de nosotros la sombra de la mediocridad y la destrucción. 

La gran enseñanza de la Semana Santa no es la resurrección, aspecto exegético que solo de la fe individual depende, sino la muerte, que alcanza lo mismo a los individuos que a las sociedades, lo mismo a los recuerdos que a las fantasías, donde un mundo mejor tiene igual vacuo sentido que este mundo peor que nos hemos habituado a conllevar.